21/8/07

fracasar...o no

Comencé estudiando asiduamente el estilo y técnica de los escritores que había admirado y reverenciado: Nietzche, Dostoievsky, Hamsun, hasta Thomas Mann, quien hoy descarto por considerarlo un hábil fabricante, un ladrillero, un borrico inspirado, un caballo de tiro. Imité todos los estilos en la esperanza de hallar la clave de cómo escribir. Al fin llegué a un punto muerto, a una desesperanza y desesperación que pocos hombres han conocido, porque no había divorcio entre mi ser de escritor y mi ser de hombre: fracasar como escritor equivalía a fracasar como hombre. Y fracasé. Comprendí que no era nada, menos que nada: una cantidad negativa. Y fue entonces, cuando me hallaba en medio de ese muerto Mar de los Sargazos, por así decirlo, cuando realmente empecé a escribir. Comencé a garrapatear, echándolo todo por la borda, incluso a aquéllos a quienes había amado. Apenas oí mi propia voz, quedé encantado: el hecho de que era una voz aislada, distinta, única, me sostenía. No me interesaba que lo que escribiera fuese considerado malo. Bueno y malo eran palabras que había apartado de mi vocabulario. Me lancé de un salto al reino de la estética, el reino no ético, no utilitario del arte. Mi propia vida se convirtió en una obra de arte. Había encontrado una voz, volvía a ser yo mismo. La experiencia se asemejaba mucho a lo que había leído de los iniciados en el culto Zen. Mi fracaso completo había sido como la recapitulación de la experiencia de la raza: la futilidad de todo; debía haberlo pisoteado todo, haberme desesperado, para reconquistar la humildad, para borrarme de la pizarra, por así decirlo, a fin de recobrar mi autenticidad. Tenía que haber llegado al borde para dar un salto al vacío.
Henry Miller. Fragmento de un ensayo recogido en La sabiduría del corazón, de 1941.