14/12/10

textos como zapatos



Creo que era Félix de Azúa quien en algún post (no estoy seguro) sugería dejar de mistificar a los escritores y considerarlos como artesanos lo mismo que un zapatero, un panadero o un fontanero. Somos unos papanatas cuando nos dejamos apabullar por un texto delicado pero tramposo, engañosamente bello, del mismo modo que ante un sofá de diseño o una silla en la que no conseguimos aposentarnos adecuadamente, pura apariencia. Millás nos lo recuerda en su penúltima novela, El Mundo, cuando en la pág. 27 nos dice que la escritura debe ser algo que "no tiene que ser bello, sino eficaz". No se trata de que eficaz deba reducirse a la escueta capacidad de transmitir información, que eso tan sólo reclamaría una redacción cuidadosa y nos brindaría magníficos informes pero no literatura, sino de eficacia para conmovernos.
Un texto claro y explicativo podría parecernos bello desde su humilde eficacia, lo mismo que un botijo bien hecho o un zapato cómodo. Una escritura así, lo escrito así, la usaríamos y la volveríamos a leer, mientras que la declaradamente bella pero anodina, quedaría relegada a la biblioteca como elemento de hipotético prestigio, supuestamente admirable, pero que quizá no volveremos a leer, sólo acaso en un momento de inseguridad y de duda, por si es que no supimos entenderlo la primera vez, suspicaces mientras no resolviéramos la cuestión fundamental: si se trataba de un buen texto bello pero fuera de nuestro alcance, (de nuestra capacidad comprensiva), inasible por nuestra ramplona sensibilidad, o si por el contrario se trataba de una impostura muy bien vestida pero decepcionante, la perfecta guapa tontísima.